Mucho antes que Sócrates se
preguntara sobre el Bien y el Mal, sobre el destino de la vida y sobre la
realidad de la muerte, muchos otros filósofos y escritores habían indagado
acerca de los secretos de la existencia humana.
A lo largo de la historia,
el hombre ha dirigido su atención hacia su propio mundo interior. Gracias a
esta búsqueda de lo intrínsecamente humano hemos podido disfrutar de grandes
producciones artísticas, como las tragedias griegas. Pues en ellas, se narran
las aventuras del hombre, que explora los abismos y vericuetos del alma.
En el año 334 a.C.
Aristóteles postuló que la tragedia (mediante una serie de circunstancias que
suscitan piedad o terror) es capaz de lograr que el alma se eleve y se
purifique de sus pasiones. Este proceso, que se denomina "catarsis",
es la purificación interior que logra el espectador a la vista de las miserias
humanas. El fondo común de lo trágico será la lucha contra un destino
inexorable, que determina la vida de los mortales; y el conflicto que se abre
entre el hombre, el poder, las pasiones y los dioses.
Sus temas, sin duda
grandilocuentes, no solo no han perdido vigencia, sino que además se
resignifican y materializan continuamente, en los distintos sucesos que padece
la humanidad.
EL NACIMIENTO DE LA
TRAGEDIA.
Los griegos fueron los
creadores de la tragedia. En un principio, le confirieron un profundo sentido
religioso, ya que la obra trágica nació como representación del sacrificio de
Dionisio (Baco) y formaba parte del culto público. Los teatros debían
edificarse en las inmediaciones del templo del dios. Los actores y cantores
eran considerados por los sacerdotes, personajes inviolables y sagrados.
Para los antiguos griegos,
Dionisio era la divinidad protectora de la vida y símbolo del placer, el dolor
y la resurrección. Durante la época de la vendimia en su honor se cantaban a
coro distintos himnos llamados ditirambos. En los poblados y en las plazas,
donde el público danzaba, 50 coreutas hacían una ronda alrededor del altar.
Representaban a los
"hombres cabrones" o "sátiros" (seres mitológicos que
tenían cuerpo de hombre y piernas de cabra) que lamentaban el sepelio del dios.
Primitivamente, sólo se
trataba de una ceremonia mimética, pero con el correr de los años, las técnicas
fueron evolucionando y la magia del disfraz enriqueció la puesta en escena.
Cuando los actores
interrumpían sus lamentos para tomar aliento, se introducía entre las estrofas
el "solo" de un recitante. A partir de esta primera innovación, ya no
sólo se conmemoraba la pasión de un dios sino también, todos los rasgos de la
leyenda, que eran interpretados por gemidos que emitía la concurrencia a modo
de acompañamiento. Esta ceremonia recibía el nombre de "coro
cíclico". Las ofrendas del público consistían generalmente en un macho
cabrío, que era consagrado a Dionisio. Etimológicamente, la palabra
"tragedia" tiene mucho que ver con este ritual. El nombre deriva de
"trago día" (del griego tragos, que significa macho cabrío y de oda,
que significa canto). El primer trágico fue Tespis, que triunfó en el año 536
a.C. en el Primer Concurso Trágico instituido por Pisístrato para las grandes
dionisíacas (fiestas que se celebraban durante los primeros días de abril y que
duraban 6 días).
Tespis reemplazó el
pintarrajeo grosero de los coreutas por una máscara de género estucado. Las
máscaras representaban las facciones de los distintos personajes. Las más
primitivas estaban hechas de corteza de árbol luego de cuero forrado con tela y
finalmente, de madera. Los creadores eran verdaderos artesanos, la abertura de
la boca era grande y prolongada como un embudo hecho de cobre. Este formato
contribuía a aumentar el volumen de la voz en escena.
Hubo varias clases de
máscaras: cómicas, trágicas y satíricas. Las primeras eran ridículamente
toscas, con los ojos bizcos, la boca torcida y las mejillas desvencijadas. Las
trágicas eran notablemente grandes, tenían la mirada furiosa, los cabellos
erizados y las sienes o la frente deformes. Las satíricas eran las más
repugnantes y representaban solamente figuras extravagantes y fantásticas,
tales como cíclopes, centauros, faunos y sátiros.
Con las innovaciones que
introdujo Tespis, la máscara griega dejó de lado el bestiario fabuloso y la
tragedia adquirió un tenor más humano. A comienzos del siglo V a.C, la tragedia
ya se había instalado como género dentro de la literatura. Podría decirse que
el eje central de toda obra trágica es el restablecimiento doloroso del orden,
y el alumbramiento traumático del deber en su doble aspecto. Desde el plano
religioso, desarrolla el antagonismo que existe entre el hombre y el cosmos. Y
en el plano político explica la conflagración subyacente entre el hombre y el
poder.
Tanto en un aspecto como en
otro, la representación será el vértice del debate. No es casual, por ejemplo,
que la figura más relevante de las obras clásicas sea la de los reyes. Esto se
debe a que ellos representaban los blancos más visibles de la sociedad, y en
consecuencia, eran los más susceptibles, ya que la vida privada de los
monarcas, en un espectáculo público pertenecía a todo el mundo.
Este aspecto formaba parte
de la mentalidad de los griegos. De hecho, la Polis era considerada como un
todo, y la justicia, para este pueblo era un valor excelentísimo. Si no había
justicia en sus gobernantes la Polis tampoco podía ser justa. Por eso, para los
griegos, la política y los políticos eran los encargados de ejecutar justicia,
pero en una dimensión propiamente humana. No había posibilidades de realización
individual dentro de un régimen injusto.
La justicia era para ellos
una perfección valiosa; algo que no se buscaba por sus ventajas, y cuyos
designios, sin embargo eran implacables.
La finalidad de los festivales
dramáticos era la de exaltar la tradición mítica, el patriotismo; aleccionar,
conmover, marcar nuevos rumbos, como así también dar lugar a cuestiones
honoríficas y cuando no, farandulescas. Muchos actores obtenían premios tales,
como la corona de hiedra o placas recordatorias llamadas ex-voto. Desde luego
que tampoco faltaron los "intereses creados". En los teatros, en
primera fila y en los palcos de honor, había un gran sitial destinado al
sacerdote del dios.
El coro (coreutas) estaba a
cargo de los ciudadanos ricos y hacendados, quienes corrían con todos los
gastos del espectáculo, creyendo que cumplían así un deber de piedad
patriótica" (piedad que, por cierto, contribuía también a la conquista de
los sufragios populares). Los asistentes eran clasificados por categorías: los
sacerdotes, magistrados y generales; luego los ciudadanos y por último el
pueblo. Al entrar al teatro los espectadores entregaban a los revisores una
ficha de hueso o de marfil, que con anterioridad habían comprado en la taquilla
a un empresario, y que indicaba el sitio que debían ocupar. El público podía,
si quería, aplaudir la obra o silbar en señal de desagrado.
El precio de los asientos,
que median unas 13 pulgadas de largo, era de dos óvolos para los de
preferencia; todas las demás localidades eran gratuitas, y los indigentes
recibían fondos del "Theoricon". En los anfiteatros se utilizaron
distintos mecanismos. Al principio fueron pocos y rústicos; luego se fueron
perfeccionando e incluyeron plataformas móviles y todo tipo de parafernalias,
gracias a las cuales los personajes adquirían mayor movilidad y desplazamiento
sobre el escenario.
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